Metabolismos, por Estrella de Diego, 2008

No sabría decir por qué, pero cuando veo las exquisitas obras de Renes me viene a la memoria cierto pasaje de uno de mis libros favoritos, Lo bello y lo triste de Yasunari Kawabata, tal vez porque bajo su disfraz inmediato y hasta drástico, Fernando Renes es radicalmente japonés.  El libro cuenta cómo su protagonista, la bella pintora Otoko, gana un premio en una exposición de esa ciudad y se hace muy popular –en parte debido al tema propuesto, geishas basadas en una foto de alrededor de 1880. Se hace tan popular que un marchante de Tokio ve la obra y decide hacerle una exposición en la capital.  Allí, fascinado también por la belleza de la artista, aclara Kawabata, el semanario local le propone un reportaje: irá tomando distintas fotografías de diferentes lugares de Kyoto que ella misma elegirá. “En realidad fue Otoko quien los condujo, pues ellos querían mostrar los lugares preferidos por la pintora”.  Se presiente en la propuesta una especie de trampa, trasluce el texto: tomar a la joven artista como excusa para descubrir lugares recónditos de Kyoto que nadie conoce. De hecho, en el reportaje termina por haber una sola foto de Otoko y otra del cuadro. Son sobre todo las vistas de Kyoto las que protagonizan el paseo. Los periodistas, casi seguro, andaban buscando paisajes de fondo que nada tuvieran que ver con las “habituales vistas de Kyoto”, aclara Kawabata.  Qué pasa cuando las vistas poco habituales son incluidas en una revista que muchos leen, cuando se presentan como exclusivas y, por ello, todos quieren visitarlas; cuando todos van entonces en busca de lo “genuino”, lo que debe verse porque pocos lo ven: vistas nada habituales de Kyoto.  Qué pasa cuando las cosas se transforman y terminan por ser otras y dejan de pertenecernos o nos pertenecen de una forma inesperada. Qué sucede cuando las vistas se convierten en símbolos y dejan de pertenecer a unos pocos y pasan a formar parte del imaginario colectivo, aquello que cada mirada que lo cruza quiere hacer suyo.  Y lo hace y lo cambia. Y evoluciona.  Hasta cuándo puede el mundo permanecer inmóvil, “genuino”, si cada acontecimiento está condenado a transformarse sin límite?  Esa es la verdadera naturaleza del mundo y del transcurso –a la vez immutable y en constante movimiento- que a Occidente le cuesta entender, preso de una lógica binaria que separa, sin remedio, lo animado de lo inanimado, el día de la noche, la vida de la muerte, el pasado del presente…  Es la naturaleza del monte Fuji que deja de ser accidente geográfico para ser símbolo y personaje, como se desvela en una estampa de Hiroshige, de mediados del siglo XIX, dentro de una serie de título revelador: Vistas famosas de las provincias. Aparece majestuoso, vista elevada, al otro lado de la bahía, cerca de la playa próxima a Miho, con sus pinos y las frágiles embarcaciones navegando. Es el Fuji quien narra la historia contenida en este paisaje.  Y aparece, protagonista indiscutible, en una imagen más eficaz, más moderna como representación del paisaje, la Vista del Monte Fuji, que realiza Hokusai a finales del siglo XVIII para el año de la Serpiente. Se trata en este caso de un surimono, género donde se combinan letras y trazo, dibujo y poema, y que se usa con frecuencia como lugar de las celebraciones. Dicho lugar, muy popular en la cultura japonesa –y del cual encontramos ciertos ecos en los trabajos de Renes que tienen más de surimono que de animación, creo- , parece, al menos desde una lectura occidental, otro territorio para las investigaciones del trazo, teniendo en cuenta la función última de la caligrafía en la cultura “oriental”. En esa formulación, el poema, a menudo encargado por el propio artista a un amigo, termina por fundirse y entrelazarse con las ilustraciones.  Y los versos caligrafiados tienen al tiempo algo de historia que se transforma en trazo: pintar con palabras, contra con dibujos. Es una maniobra de metabolismos que reenvía a la posibilidad infinita de reformas y modificaciones. El metabolismo es también un concepto hasta cierto punto enraizado en la cultura japonesa: arquitectura metabólica fueron las derrumbadas Torres gemelas de Nueva York, o sea un edificio diseñado sin funciones y capaz de adaptarse a lo exigido por la circunstancias. Dúctil, en continuo cambio. Es el punto que se extiende en la línea y ésta que se organiza en el círculo, que se despereza y vuelve a ser línea; que se detiene y es punto.  Pero no. Se trata de algo más  drástico que las propuestas de la geometría occidentalizante. Se trata de una transformación más profunda, mucho más profunda: adaptarse a una nueva realidad e ir construyendo otra realidad inusitada que después de recorrer caminos y vericuetos termina por regresar al punto de partida. Es la transformación última de las cosas y del mundo, la digestion de los alimentos que se sintetizan en una nueva materia que al tiempo es y no es lo que fuera.  Es la idea esencial de las obras de Renes en las cuales el metabolismo de los objetos y hasta el trazo va apareciéndose ante la mirada –de ahí su naturaleza a menudo secuencial, bien en forma de libro, de animación, o de libro animado siguiendo el juego de los libritos animados de finales de siglo XIX, sucesión de imagines que forman un todo en movimiento con el simple gesto de la mano. Se muestra de manera directa en el libro Romance omnívoro, en cuyas  primeras páginas se muestra lo comestible. O, major dicho: se presenta todo convertido en comestible, sin jerarquías, y hasta lo comestible y lo comedor situados en un mismo plano de realidad –comerá el cerdito las zanahorias o será el cerdito parte de nuestra función metabólica?   Comerá el cocodrilo al niño que comerá al algodón de azúcar?  Qué japonés aquí también Renes. Qué japonés en su recurrente passion por los alimentos que comparte con sus amados grandes maestros: cuencos con tamagomaki y makisushi  de Hiroshige, cerámicas para el té de Hokusai… La comida es de hecho para la cultura japonesa un acto de la mirada también, como hace notar Tanizaki en El elogio de la sombra. Antes de oler el arroz que custodia la sombra del cuenco, se han visto los brillos, el humo, los contrastes entre el blanco de los granos y el negro del recipiente…  El falso equívoco en Renes –falso, porque para quien comprenda la filosofía del metabolismo del mundo no tiene nada de falso ni nada de equívoco- está servido en las siguientes páginas de Romance omnívoro: empiezan a aparecer trazos que se convierten en letras, que dan forma al título y terminan por desaparecer, igual que ne los primitivos dibujos animados. Se funden al fin los palos que fueron letras en el Fuji que Renes multiplica, redunda, convierte en cordillera… Y se va desplazando la imagen hacia lugares sorprendentes que –quién lo hubiera dicho- recalan de Nuevo en el monte majestuoso.  Esa es la sorpresa brillante de Renes cada vez: el regreso a cierto punto de partida, un juego de loops que consigue desgranar imágenes que nadie hubiera podido asociar por dispares y que en su obra adquieren un significado meridiano y pristine, como si hubieran pertenecido desde siempre unas a otras.  Sucede por ejemplo en El arquero, donde en una realidad de tres fotogramas horizontales –tres pantallas de video- el trazo deja lugar a un hombre máquina de volar de Leonardo que pasa a disparar un arco, mientras la imagen del Fuji, omnipresente y que en trabajos como Fujinokisha termina por ser construcción casera que rodea un tren de juguete, custodia la escena, otra vez en la sucesión obsesiva, el eterno retorno. Y vuelta a los trazos del principio en una eficaz condensación de lo paralelo como recurso narrativo que conocen bien los folkloristas.  Pues, ciertamente, Fernando Renes es un narrador privilegiado. Tanto, que incluso en trabajos como Instant Gratification, donde la historia parece estar ausente, el espectador asiste a una formula narrativa –en tanto transcurso- que se sostiene en una lógica sin duda poderosa. El título se va despojando de sí mismo hasta que es simple trazo y, por fin, punto, espacio vacío: desposesión.  Quizás también en esta formula narrativa, que construye un transcurso al margen de la lógica temporal que reina en nuestra cultura, se desvela la passion japonizante de Renes, sutil, muy sutil, aunque devastadora y potentísima al margen de lo anecdótico del Fuji, casi vista manida de revista ilustrada.  Porque hay, no cabe duda, una irrefrenable pasión por las historias en toda la obra de Renes, tanto que incluso el Fuji –él mismo lo dice- se termina por convertir en un “personaje” con vida propia y por tanto con capacidad narrativa- otra vez objetos inanimados que se hacen vivos, formulas “orientales” de mirar el mundo más allá del aburrimiento binario de nuestra cultura. Se trata, lo advertía, de modos de relatar a veces fuera de las reglas occidentales: lógicas quebradas, secuencialidades y vueltas imposibles; condensaciones de lo paralelo y ajeno; tiempo ilusorio, diferente de nuestras rígidas categories.  Renes concentra las acciones como si lo pasado y lo futuro se desvanecieran en lo crucial del momento, lo que constituye el presente privilegiado, aquel que reúne el tiempo suspendido, el que requiere la meditación e integra sin alharacas  el presente, el pasado y el futuro. Se concentra en el gesto que es presente y, por tanto, imposible de atrapar como fue en realidad; abstrae en el acto de hacer mientras está pasando, mientras dura, rescate poderoso de cada cosa cotidiana –utensilios de té- , acumulación de las pequeñas cosas y los gestos en apariencia intranscendentes para cuidarlos y convertirlos en acontecimiento y sorpresa. Igual que las lacas de Tanizaki y sus destellos, hay en Renes algo que refleja el fugaz instante de un paso por el mundo. El instante es lo que está siendo y, en el fondo, anuncia lo que fue y preludia lo que sera. Es un tiempo que no nos pertenece culturalmente aunque, Renes, con su modo de hacer en apariencia sencillo, nos catapulta hasta allí, hace que todo parezca natural: así ha debido ser desde siempre.  Lo resume elocuente  un poema de Po Chu Yi: “No pienses en las cosas que fueron y pasaron;/ pensar en lo que fue es añoranza inútil./ No pienses en lo que va a suceder; pensar en el futuro es impaciencia vana”.  Vuelvo a mirar las sucesiones de Renes y me admiro de la paciencia que exigen del espectador, quien espera ansiosamente el semblante del Fuji otra vez frente a sus ojos. Pero a veces se demora y otras no regresa. O lo hace tan transformado que no conseguimos reconocerlo. Por eso no dejamos de mirar. Metabolismos.


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